Daniel Dimeco para Diario Perfil (Buenos Aires, 9 de octubre de 2010)
Los escritores, como las demás avis del corral, las que gastan vidas en apariencia normales, también tenemos nuestras obsesiones, que van desde las más oscuras a las más blancas y que, felizmente, conseguimos triturar gracias a la afición de escribir. Somos asesinos potenciales contenidos. Las obsesiones que se convierten en obra de arte son las de los genios, las de los grandes, de aquellos que de no haber escrito habrían cometido una masacre.
Lo que me une con ellos, con los grandes, es la fascinación circunstancial o crónica por un tema que surge a modo de pulsión sanguínea, como una necesidad compulsiva por desprenderme de él para no morir ahogado.
En dicha esfera se hallan los sonidos. Algunos son capaces de instalarse en mi cabeza hasta convertirse en un tañer constante, acompasado, alegre o angustioso. Es lo que me ocurrió con los trenes, con los antiguos, como el de la maravillosa película Europa, de Lars von Trier, o el Transiberiano y que tanto alimentaron la escritura de Mirando pasar los trenes. Una y otra vez se sucedían en mis recuerdos las ruedan de esos convoy rolando sobre los aceros, partiendo de una estación a veces desconocida y con destino a alguna parte, al desierto, como metáfora de lo inabarcable, agreste y desconocido.
¿De dónde parten esos trenes en la obra? ¿A qué estación se dirigen? ¿Qué hace allí un muchacho de 23 años con un arma en la mano? ¿Por qué motivo Ofelia Takeda, una fotógrafa ciega y millonaria, acompañada de su hija adolescente, se baja en esa estación? En la misma estación de trenes donde los espectadores están sentados, mirándolos pasar, así, como si nada…
La guerra. Cualquier guerra: entre países, guerras civiles, guerras entre bandas, el decidir sobre la vida o la muerte de los demás, el comerciar con el horror esculpido en sangre, el aprovecharse del Poder, el creer que el derecho de uno está por encima del ajeno. Y el coro de ciegos mirones, pasivos corderos por conveniencia o comodidad.
Mi intención fue que la obra no discurriera exclusivamente por el camino del realismo más absoluto, sino que pretendí acariciar el absurdo y el realismo por partes iguales, trabajando los vicios y las virtudes de sus personajes.
El personaje de Ofelia Takeda es el de una madre, pero ante todo es ambición, es objetivos marcados con el apasionamiento del impiadoso, es una trabajadora incansable en el cuesta arriba del día a día. ¿Hasta dónde está dispuesta a avanzar? Éste y los demás personajes de Mirando pasar los trenes fueron tomando cuerpo, fueron desarrollando sus caracteres hasta hacerse dueños de la obra y después volaron, como los hijos. Siempre traidores, desagradecidos.
A los personajes no los volví a ver hasta este mes de septiembre de 2010, en el Teatro El Búho, Tacuarí 215, en la ciudad de Buenos Aires. Allí estaban, y allí siguen, aferrados como las alimañas a los cuerpos de tres magníficos actores: Cristina Dramisino, Miguel Ángel Villar y Julieta Fernández, con la complicidad de María Esther Fernández, Directora General.
Mirando pasar los trenes fue la obra ganadora del VI Concurso de Autores Nacionales, organizado por el teatro El Búho, cuyo premio consiste en la puesta en escena.
Dramaturgo y escritor
Autor de la obra Mirando pasar los trenes (Teatro El Búho)
y ganador del IX Premio Fray Luis de León de Novela 2010 (España)